miércoles, 26 de agosto de 2015




El sabor metálico en tu lengua te hizo abrir los ojos. El labio inferior de tu acompañante sangraba, ¿por qué? No lo habías mordido. Intentaste cerrar la boca y no pudiste porque el dolor que te provocaba era demasiado. Intentaste separarlos de aquella boca empalagosa y no pudiste por aquella sensación... Recordaste cuando tenías cinco años. Tu mamá te había dicho que no tocaras las cosas que estaba utilizando. No hiciste caso. Siempre has creído que las advertencias están hechas para alejar a las personas de las vivencias “verdaderas”. Y, como toda una vivencia verdadera, el pegamento que tocaste hizo que se te pegara el dedo índice con el pulgar. Creíste que vivirías así el resto de tu vida. Lloraste por el temor a que la gente creyera que te gustaba algo detestable por culpa de tus dedos. Ese mismo temor tenías ahora. Te habías adherido por completo a la otra persona.

¿No era eso lo que querías?

 Alcanzaste a ver un labio a carne viva pegado a los tuyos y lo único que pudiste sentir fue asco. Asco por la cercanía, porque cada vez que te intentabas separar, te despellejabas un poco y sabías que tu sangre tocaba la otra sangre y que esa sangre entraba en ti y se mezclaba con toda tu sangre y que entonces sería imposible alejarte porque para poder separarte de esa sangre pegajosa, tendrías que destruirte por dentro. Y para destruirte por dentro tenías que destruir primero el labio a carne viva que te tenía el sabor aprisionado. Y para destruir primero el labio a carne viva que te tenía el sabor aprisionado, tenías que quedarte sin boca. Recordaste cuando tenías cinco años y tus dedos se encontraban pegados. Nadie te había advertido que involucrarte con alguien más terminaría cosiendo tu boca con la otra. Acercaste tus dedos al labio de la otra persona que ya no parecía un ser humano.

¿Qué clase de hombre o mujer puede ser tan absorbente? Se te dificultaba respirar. Invasión asfixiante. Tocaste y sentiste humedad, pero tus dedos no se quedaron aprisionados. Cerraste los ojos y suspiraste. ¿Qué podías hacer? Intentaste abrir los ojos y no pudiste. Tus pestañas estaban enredadas. Cuanto más intentabas abrir los ojos, tus párpados se comían más entre ellos.  Querías adherirte por completo a la otra persona y olvidarte de ti.

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